El árbol que aprendió a caminar (2007)


Este cuento escrito en el año 2007 y que he recuperado de un viejo disco duro, me ha traído una gran sonrisa al rostro en día gris, casi veinte años después, sigo siendo la misma persona que siempre fui, a pesar de la vida. Y tengo que decir, que me siento muy orgulloso de ello.


Había una vez un joven árbol que creció en el centro de un frondoso bosque. Desde que brotó, siempre escuchaba a las aves cantar y al viento susurrar entre sus hojas, pero algo no estaba bien. A pesar de sus raíces profundas y su tallo erguido, el árbol sentía un vacío que no lograba comprender.

Durante años, el árbol observaba cómo los demás árboles parecían estar llenos de propósito, sus ramas extendidas hacia el cielo, sus raíces firmemente ancladas en la tierra. Sin embargo, el joven árbol no entendía por qué, a pesar de estar en la misma tierra fértil, sentía que le faltaba algo. Cada vez que el viento pasaba, él sentía una extraña incomodidad, como si fuera incapaz de crecer de la manera correcta.

Un día, una gran tormenta llegó al bosque. El viento rugió como nunca antes y la lluvia cayó como una avalancha. Mientras los árboles más grandes y fuertes resistían con sus ramas, el joven árbol se tambaleaba, su tronco temblaba, y sus raíces, aunque profundas, no eran suficientes para sostenerlo en medio de la furia de la tormenta. Se sintió más pequeño que nunca.

Pero algo extraño ocurrió en ese instante. Mientras la tormenta azotaba, el árbol cerró los ojos y, por primera vez, dejó de pensar en lo que no tenía, en lo que le faltaba. Dejó de compararse con los demás árboles y comenzó a sentir el viento, a sentir la lluvia, a sentir la tierra que lo sostenía. Y en esa quietud, en ese momento de vulnerabilidad, algo empezó a moverse dentro de él. Una fuerza interna comenzó a crecer, como si algo dentro de sus raíces se hubiera despertado.

Fue entonces cuando comprendió que, en su vida, se había olvidado de lo más importante: no era el viento ni la lluvia lo que lo hacía ser un árbol fuerte, sino el esfuerzo de mantener sus raíces firmes, de resistir, de no dejarse llevar por la corriente de la vida sin pensar. Había estado esperando que todo le fuera dado por derecho, que el sol brillara sin esfuerzo, que las aguas llegaran sin lucha. Pero, en ese momento de desesperación, entendió que todo en la vida requería un esfuerzo. Sin esfuerzo, no había crecimiento. Sin sacrificio, no había raíces que lo sostuvieran.

Entonces, algo más ocurrió. Mientras sus raíces se aferraban más profundamente a la tierra, sintió cómo se conectaban con las raíces de los demás árboles. Raíz con raíz, el joven árbol comenzó a sentir la conexión profunda con los demás seres que también resistían la tormenta. Entre las raíces de los árboles más viejos y fuertes, había un lazo invisible, un vínculo que los unía en su lucha, en su crecimiento. El joven árbol comprendió que no estaba solo.

Las raíces de los árboles más débiles, que habían sido arrastradas por el viento, se encontraron con las suyas. Poco a poco, a medida que sus raíces se entrelazaban, el árbol se dio cuenta de que cada árbol, aunque parecía estar luchando solo, tenía una fuerza colectiva. Las raíces no solo sostenían al árbol individualmente, sino que juntas se ayudaban a resistir, a crecer, a seguir adelante.

El joven árbol comenzó a alentar a los árboles débiles, dándoles la fuerza que necesitaban para mantenerse firmes. Y los árboles más viejos, al sentirse conectados con la nueva energía del joven árbol, también compartieron su sabiduría, guiándolo en su propio proceso de crecimiento. Las raíces se convirtieron en un símbolo de solidaridad, de cómo, cuando se conectan y se ayudan, los árboles pueden resistir cualquier tormenta.

Con el tiempo, el árbol dejó de compararse con los demás. Ya no sentía la necesidad de tener ramas tan grandes como las de los árboles más viejos, ni de recibir la misma cantidad de sol o agua. Se dio cuenta de que, a veces, el verdadero poder no se encuentra en lo que tenemos, sino en lo que estamos dispuestos a dar, a luchar, a resistir. Y en ese esfuerzo colectivo, el árbol empezó a ser lo que realmente era: una gran raíz, conectada con la vida, con el bosque, con todo lo que lo rodeaba.

La tormenta pasó, pero el árbol ya no temía la incertidumbre. Había comprendido que, en la conexión con los demás, en el esfuerzo compartido, había encontrado su verdadera fuerza. Y aunque el viento seguiría soplando y la lluvia seguiría cayendo, el joven árbol ahora sabía que no estaba solo. Siempre que sus raíces se conectaran, seguirían creciendo y caminando juntas, más fuertes, más sabias, más unidas.

G.G.

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