Relaciones: entre la razón y la necesidad (Máster Filosofía Contemporánea: El problema de lo social).
Llego
a este punto de reflexión en medio de un tiempo convulso, marcado por el vaivén
del encuentro y la pérdida. He conocido a muchas personas, sí, pero también me
he visto obligado a despedirme de otras que fueron esenciales en mi vida. Lo
que queda tras ese balance no es solo un vacío, sino un silencio denso que
empuja hacia dentro, una necesidad de escarbar en las raíces más hondas de lo
que soy.
Gracias
a la terapia, a la introspección y a un esfuerzo honesto por comprenderme, he
comenzado a vislumbrar las causas de ciertas heridas que arrastro desde hace
tiempo: mi desmedido cuidado hacia los demás, mi sensibilidad extrema ante la
ausencia de reciprocidad, el dolor que provoca un mundo que no responde con la
misma ternura con la que uno se entrega.
En
ese proceso —como si el destino jugara con sus propias ironías— decidí
matricularme en el Máster de Filosofía. Y precisamente este mes trabajo sobre
el problema de lo social. Pero cada lectura, cada autor, cada sistema, me
devuelve a una misma certeza: el problema social no es sino la prolongación
del problema personal. No podemos construir una sociedad justa mientras
vivamos desleales a nosotros mismos. ¿Cómo exigir igualdad, empatía o justicia,
si traicionamos nuestras propias necesidades, si mentimos sobre lo que
sentimos, si callamos cuando deberíamos hablar o herimos cuando deberíamos
cuidar?
Nos
llenamos la boca de discursos en defensa de lo justo, pero somos injustos —a
menudo sin darnos cuenta— con quienes más cerca están. No se trata siempre de
maldad; tal vez sea simple desatención, torpeza afectiva, una fragilidad
emocional que nos vuelve egoístas, impacientes, indiferentes. A veces pienso
que no es la sociedad la que está rota, sino los hilos invisibles con los que
intentamos tejer relaciones. Y en esa urdimbre quebrada, en ese tejido fallido,
se esconde el origen de lo colectivo. Por eso, para comprender las estructuras
sociales y sus carencias, es necesario primero explorar nuestras propias
grietas. Solo entonces podremos hablar con autenticidad del lugar que ocupamos
en el mundo y de la forma en que tratamos a los otros.
En
el vasto teatro de la existencia, las relaciones humanas se nos presentan como
pilares destinados a sostenernos, pero a menudo están construidos sobre arenas
movedizas. Y tal como canta La Lupe, "la
vida es puro teatro": lo que parece firme se revela como puesta
en escena, lo que creíamos auténtico, como un papel aprendido. La aparente
solidez de los vínculos se tambalea cuando se examinan sus fundamentos: ¿nacen
de la razón o del instinto?, ¿de la libertad o de la necesidad?
Kant,
con su rigor moral y su fe en la autonomía, sostiene que toda relación genuina
debe estar fundada en el respeto mutuo, en la dignidad del otro como fin en sí
mismo. Jamás, dice, debe convertirse alguien en medio para nuestros fines.
Desde esa perspectiva, la amistad, el amor, la compañía solo serían dignos si
brotan del deber y la razón, de un compromiso ético con la humanidad del otro.
Sin embargo, esta aspiración —tan noble como severa— parece chocar con la
realidad más cruda, donde muchas veces los vínculos no se tejen desde la moral,
sino desde la necesidad o el vacío.
Rousseau,
por su parte, no confiaría en los lazos surgidos en el seno de una sociedad
corrompida. Para él, las estructuras sociales deforman al ser humano, lo alejan
de su naturaleza. Las relaciones no serían entonces elección libre ni acto
virtuoso, sino consecuencia de convenciones impuestas, de máscaras que nos
distancian. Nos mostramos, pero no somos. Nos acercamos, pero no nos tocamos. Y
en esa escenografía de apariencias, los vínculos se vuelven frágiles, efímeros,
casi ilusorios.
Mucho
antes que ellos, Aristóteles ya distinguía entre la amistad por virtud, la
amistad por placer y la amistad por interés. Esta última, quizá la más común,
nace de la utilidad compartida: protección, recursos, prestigio. Y aunque pueda
parecer cínica, es quizá la más honesta en su origen. No promete eternidad ni
exige heroicidades morales, solo la reciprocidad de lo necesario. Pero ¿qué
ocurre cuando desaparece el interés? Lo que fue firme, se disuelve. Lo que
parecía afecto, se revela como necesidad.
Hobbes
nos recuerda, con su crudo realismo, que todo vínculo está amenazado por una
verdad primera: el hombre es un lobo para el hombre. Bajo la delgada
piel del pacto social, se agita la violencia, el miedo, la sospecha. Las
relaciones, desde esta mirada, no son más que armisticios frágiles en una
guerra permanente de voluntades. No hay amor sin riesgo, ni amistad sin sombra.
La paz, incluso la del corazón, es siempre un estado artificial.
Y,
sin embargo, no todo está perdido.
Hannah
Arendt introduce una luz inesperada cuando afirma que el ser humano no está
condenado a la repetición. La natalidad —ese concepto luminoso que
define la capacidad de comenzar de nuevo— nos recuerda que en cada encuentro
hay una posibilidad de rehacer el mundo. La acción humana, según Arendt, tiene
la virtud de lo imprevisible: no todo está determinado, no todo es destino ni
consecuencia. Hay espacio para lo nuevo, para lo que no estaba previsto.
Desde
esta mirada, incluso las relaciones deterioradas por el malentendido, el
abandono o la traición, pueden encontrar una vía hacia la reconciliación. No se
trata de regresar al estado anterior ni de fingir que el daño no existió, sino
de crear un espacio nuevo donde el vínculo pueda reconstruirse desde otra
verdad. La posibilidad de reencontrarse no parte del olvido, sino del
reconocimiento mutuo: saberse heridos, sí, pero también saberse capaces de
reconfigurar el lazo.
Arendt
confía en la palabra y en la presencia: hablar, actuar, reaparecer ante el otro
con autenticidad. En esa aparición compartida reside el germen del
renacimiento. Porque la condición humana no es solo la de quien ha sido, sino
también la de quien puede llegar a ser. Somos los actos que decidimos
repetir, y también los que elegimos no volver a cometer. Cada conversación que
nace del silencio, cada gesto que rompe el orgullo, cada intento sincero de
comprender al otro es un pequeño acto fundacional.
Por
eso, aunque las estructuras tiemblen, aunque los vínculos se desgasten, aunque
la decepción parezca definitiva, hay en nosotros un poder latente que escapa al
determinismo del fracaso: la capacidad de volver a intentar, de resignificar lo
vivido, de sanar lo que parecía irremediable. La esperanza no se ancla en la
solidez de los lazos, sino en la posibilidad constante de reconstruirlos.
Quizá
esa sea la paradoja de los vínculos humanos: su fragilidad no los hace menos
importantes, sino profundamente valiosos. Porque lo que se mantiene a pesar de
la debilidad, lo que renace tras la decepción, lo que se elige aún sabiendo que
puede romperse… eso, y solo eso, nos humaniza.
Y
quiero creer en ello.
Quiero
aferrarme a esa esperanza que Arendt nos ofrece. La posibilidad de empezar de
nuevo, de reencontrarse en medio del desencuentro, de sanar sin negar lo
vivido. Porque lo necesito. Porque no puedo —ni quiero— dejar que los instintos
básicos de supervivencia rompan el equilibrio necesario entre empatía y
egoísmo.
He
comprendido que las relaciones humanas no se sostienen en su perfección, sino
en la voluntad de sostenerlas incluso cuando se agrietan. Y aunque la
fragilidad me haya dolido, y aunque me haya sentido solo muchas veces en el
cuidado que entrego, hoy me aferro a la posibilidad de que no todo está dicho,
de que no todo está roto.
Confío,
pese a todo, en el renacer.
Y lo
deseo con una intensidad que solo nace después de haber conocido la pérdida.
G.G.

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