Discreción



Hay virtudes que hacen ruido y se celebran con estruendo, y hay otras que pasan desapercibidas, que no se anuncian ni se imponen, que se deslizan como una brisa suave entre las palabras ajenas. La discreción pertenece a este último grupo: no reclama luz, pero la contiene.

Ser discreto no es simplemente callar. Tampoco es esconder. Es, ante todo, saber mirar sin invadir, acompañar sin imponerse, y comprender que hay momentos en que la presencia debe ser ligera, casi invisible. Es el arte de no saturar el espacio con uno mismo. La discreción es una forma de amor sin alarde, de respeto sin condiciones, de sabiduría que no se vanagloria.

A lo largo de la historia, la hemos confundido con la timidez o con la sumisión. Nada más lejos. Quien es discreto no es débil, sino consciente del poder de lo no dicho, del valor de lo íntimo, del equilibrio que se rompe cuando se fuerza lo que aún no está preparado para ser mostrado. La discreción es, en cierto modo, una forma de ética: saber qué no decir, cuándo callar, por quién guardar silencio. Y esto, lo hemos olvidado.

En los libros, muchas veces se oculta entre los márgenes. Aparece en los personajes que observan mientras los demás actúan, en quienes comprenden más de lo que dicen, en los que saben que no todo se cuenta y que la vida tiene zonas que solo se revelan en susurros. La literatura ha hecho de la discreción una voz que no necesita mayúsculas, una mirada que no exige ser correspondida, una presencia que deja espacio al otro para ser. La discreción debe ser también empatía.

Vivimos en una época que premia el exceso de expresión, el comentario inmediato, la necesidad de decirlo todo, de mostrarlo todo. Y sin embargo, nunca como ahora ha sido tan necesaria la discreción. No para reprimir, sino para preservar. No para esconder, sino para proteger. Porque hay sentimientos que no necesitan escapar al público para ser ciertos, ni palabras que necesiten gritarse para ser profundas.

Ser discreto es resistir la urgencia del protagonismo. Es comprender que no todo lo vivido debe ser narrado, que lo verdadero no siempre es lo visible, que la intimidad, cuando se cuida, florece. Es también una forma de poder: el de quien elige cuándo hablar y cuándo retirarse, cuándo dar y cuándo dejar que el otro llegue solo.

La discreción no es una máscara, sino una elección. Una forma de estar en el mundo con respeto, con mesura, con atención. Quien la cultiva no solo se protege a sí mismo: también protege a los otros, ofrece un refugio, un límite, una pausa. Y en un mundo de voces que se pisan unas a otras, la verdadera inteligencia quizá consista, más que en hablar bien, en saber cuándo no hablar.

La discreción es una forma de respeto y agradecimiento silenciosa. Sin embargo, lamentablemente, lo olvidamos.


G.G.

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