Habana libre (o El arte de no salir de la locura) Parte II

 
Hibiscus "rojo"



Arte contemporáneo. Museo vacío. Tres edificios. Triángulo equilátero. Bandera de Cuba. Un equilibrio que no lo es.
La elegancia de una mujer octogenaria trabajando para ganarse algo de pan, duro. Duro el pan. Duro mirarla. Ofrece su sonrisa y algo más que se escapa entre los pliegues del turbante.

En el balcón del café O’Reilly, en La Habana Vieja, la esperanza camina convertida en libros bajo el brazo de un muchacho. En la puerta de enfrente, un cuerpo pulido exhibe su torso oscuro, azabache. El deseo adopta múltiples formas. Sin moral.

Pastelería San José. Mientras espero un dulce, la salsa que suena de fondo, cumple su función, me hierven las ganas de mover el cuerpo, también los pensamientos. 

Hotel Manzana. Esto era lujo. Y yo ya sabía lo que significaba quedarse en el pasado, obligarse a pensar en lo que pudo haber sido. He aprendido a elegir entre las realidades presentes, a dejar caer las promesas como dejo caer la fruta pasada.

El Salón Rojo. La noche prometía. Como siempre. Las promesas no son más que la zanahoria delante del burro, avanzar mirando al frente, ignorar el camino. Había ganas de baile, de música, de reír sin parar. Ganas de ser. Simplemente ser. Pero no encontramos nada de eso.

Me sentí en un mercado, comparando productos, calculando qué llevarme a casa, hasta entender que el pez del día era yo. Y no estaba dispuesto a dejarme pescar. He sido pez y he sido anzuelo. Ninguna postura me convence. Prefiero ser lombriz.

Centro Habana. Oscuridad profunda de un régimen que oprime con suavidad constante y crueldad infinita, sin llegar nunca al punto final, apenas al punto y coma. 

Un malecón interminable que aprieta y ahoga. Ahoga sin quitar el aire, pero sí todo lo demás. Ya nadie sueña con ese resto. El poder también se disuelve en manos que no saben que lo ejercen.

Los dialectos del castellano. La noche no terminó del todo mal. Tampoco del todo bien. Coherente con el no fin. Entre acentos compartidos y silencios prematuros, algo quedó suspendido en el aire. Ni siquiera el fuego interior —uña clavada en un corazón partido— logró arrastrar al olvido cierta irresponsabilidad que nace, casi siempre, de no querer saber.

Nada se había resuelto.

El día amaneció con el mismo aire. No era pesado, pero tenía peso. Con las horas, el viento limpió el ambiente y dejó pasar algunos rayos de sol, luego un cielo azul, real.

El viaje continuaba.

Viajar también es apagar la ciudad anterior.

Emprendimos camino hacia el oriente. Un trazo suave, como los primeros gestos de un boceto hecho con carboncillo, usando las cenizas de un corazón ya quemado. A ambos lados, verde. Intensamente verde. También dentro de mí.

Llegamos a Holguín de madrugada, en apagón. Y aun así, los cuerpos en la sala lo iluminaban todo. Sonrisas, abrazos, una alegría interior capaz de aplazar la tristeza. Intuí —mi intuición insistía— que aquello había logrado durar un poco más de lo permitido.

Camila y yo salimos a buscar pan y huevos. Caminamos el barrio buscando guineos.

Caí rendido cerca de las once. El calor no pudo impedir que el sueño me tomara. El cariño flotaba en el aire, movido por los ventiladores. 

A las cinco cantó el gallo. No una, sino siete veces. Cuando el silencio —el de Fina— parecía definitivo, volvió a cantar.

Salí a pasear con las legañas pegadas a los ojos y el eco del gallo vibrando en la sien. 

Primer cigarro de la mañana, después del café, sentado en el poyete de la entrada, frente a una mata de hibiscus rojos. No soy científico, tampoco poeta, pero diría que eran del color de los sueños ajenos, rojo sangre, rojo vida, rojo mar al atardecer. Dos niños del pasado mirándolo sin tocarse, buscándose todavía.

Entonces recordé a un familiar que no logro identificar, sentado en un poyo similar, en un pueblo perdido como la voz de Pepa, mi madre.

—Pollo no es poyo — me decía.

Intentaba enseñarme una diferencia mínima, casi invisible. 

Años después entendí que esa línea era el amor, no la que separa, sino la que tiembla. Y aun así se queda.

...
Continuará.

G.G.

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