El brillo y la luz
Este texto lo escribí hace unos meses, en marzo de 2025. No recuerdo el motivo que me llevó a no publicarlo. Hoy lo releo nuevamente y me digo a mismo ¿por qué no? Hoy, en otro momento de mi vida, las cosas se ven con una ternura diferente, aunque siga pensando lo mismo, de tanto observar, algo se aprende.
Además, hoy tuve dos veces la misma pesadilla, dura, potente... y sentí la necesidad hacerlo público.
El brillo y la luz
Muchas personas confunden el brillo del espejo con la luz y creen iluminar a los demás cuando solo se devuelven el propio reflejo.
Hablan con claridad usando la misma voz que les sirve para ocultarse, creyendo que la transparencia puede controlar el aire que respiran otros.
Miden la virtud en porciones, reparten consejos como si fueran limosnas, y aunque los gestos parecen amables, llevan siempre la huella invisible de un objetivo.
Corrigen con ternura, aconsejan con un tono casi religioso, nunca pierden los modales porque en el fondo temen quedarse sin argumento.
Hablan del bien como si fuera una propiedad heredada, un territorio que solo ellos saben cuidar, sin darse cuenta de que mientras justifican su entrega, una parte del mundo se encoge, resignada a su manera de tener razón.
Su mayor logro parece ser no dudar jamás. La duda, para ellos, es un defecto de los blandos, un síntoma de que el alma aún no se ha disciplinado. Por eso limpian tanto, ordenan tanto, hasta que lo limpio se vuelve sospechoso y lo ordenado parece un escenario de un crimen que nadie recuerda.
No gritan. No insultan. Su silencio encierra una lección envuelta en cinta blanca. Saben hacer daño con elegancia. Colocan una flor sobre una tumba y se convencen de haber hecho lo correcto.
Dicen que lo hacen por amor, por justicia, por coherencia, pero el amor que ofrecen tiene el mismo sabor que una deuda, y la coherencia, el brillo metálico de lo que no cambia ni cuando debería.
Celebran su integridad con serenidad litúrgica. Para ellos, la pureza es una sala sin puertas ni ventanas. Se aferran a su verdad hasta convertirla en herramienta de demolición. Les gusta pensar que el mal está en otro sitio, mientras aprenden a salvar sin escuchar, o escuchando solo para no tener en cuenta, tratando de que nadie respire por su cuenta.
Se puede aprender a reconocerlos. Observarlos, seguir su mirada, intentar entender su manera de ver el mundo, tan pulida y tan sola.
Incluso de su rigidez se aprende, de esa tristeza interior que deben cargar para pensar tanto solo en sí mismos.
No se les desprecia; su forma de defenderse es la misma que los encierra. Y aun así, aunque su luz sea reflejo, aunque su pureza no tenga ventanas, quizá solo buscan un lugar donde no duela equivocarse.
Con el paso de los años se aprende que hay espejos que devuelven una imagen tan quieta, tan satisfecha, que uno corre el riesgo de olvidar que sigue vivo.
Eso, quizás, es saber claramente el camino a seguir.
G.G.

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