Luna nueva
Hubo un tiempo en que creí ser feliz. Tal vez lo fui, aunque no con la intensidad que ahora imagino. Porque la felicidad, cuando la vivimos, no se parece nunca a lo que después recordamos, es una brisa que pasa y apenas roza la piel, pero deja su huella en lo invisible.
Todo se fue virando sin que yo me diera cuenta. La tranquilidad se fue desprendiendo de las horas como la corteza vieja de un árbol, y el aire, ese mismo aire que antes olía a calma, se tornó distinto, más denso, más esquivo. La noche cayó sin aviso, y la oscuridad fue haciéndose fuerte poco a poco, hasta apagar la luna que me habitaba.
Pienso en Bárbara, en la luna que Dulce María Loynaz enterró en su jardín, aquella que cayó del cielo una noche de verano y se rompió en pedazos. Me reconozco en esa imagen, porque hay momentos en los que la vida también se nos cae encima con todo su peso, y no queda más remedio que recoger los fragmentos, los trozos de luz desperdigados entre la tierra húmeda del alma. Descubrí entonces que no vivía mi propia realidad, sino un sueño ajeno, tejido con los hilos de otros deseos, de otras voces.
En esa decepción el corazón se encoge, se reseca, se quiebra silenciosamente dentro del pecho, dejando un jardín interior yermo, sin flores, sin agua. Pero con el tiempo, ese aliado paciente que nunca deja de trabajar bajo la superficie, el terreno se ablanda. El barbecho, que al principio parece un castigo, se convierte en reposo. La tierra respira. Las heridas, que parecían grietas definitivas, se llenan de semillas diminutas que alguien, o algo, dejó caer sin que yo lo notara. Tal vez fue la misma brisa que un día me robó la felicidad y volvió en forma de ilusión, trayendo consigo un murmullo de esperanza, un temblor nuevo en el aire.
Un amanecer cualquiera, sin fecha, sin anuncio, todo empieza a moverse otra vez. La luz entra por las rendijas. Los ojos, antes cansados, aprenden a mirar distinto. No hay resplandor inmediato, pero sí un brillo sutil, una claridad que nace de dentro, como si cada fragmento de la luna rota se hubiera transformado en una chispa nueva. El corazón late sin miedo, con un ritmo más lento, más sabio, más libre. Esa libertad no es la ausencia de dolor, sino su superación. Tengo la seguridad, no, la intuición, en esta vida, no hay certeza, de que puedo volver a caminar sin cargas, que lo que antes me pesaba ahora me impulsa.
Me descubro respirando con todo el cuerpo, mirando el mundo como si fuera la primera vez. El cielo tiene dos luces, la del sol que insiste en vivir, y la de una luna renovada que ya no teme reflejarse. Ambas conviven en equilibrio perfecto, como si se perdonaran mutuamente por haberse apagado alguna vez. Miro mi jardín interior y lo reconozco. Ya no hay vacío, sino espacio.
No hay silencio, sino reposo. De las heridas han nacido flores que no sé nombrar, pero que me pertenecen, y su perfume me recuerda qué significa vivir... Crecer.
He aprendido que la felicidad no se busca, se cultiva. Que la brisa, cuando vuelve, no trae lo que se fue, sino algo distinto, más verdadero. Que la oscuridad fue necesaria para entender la luz. Y que hay una forma de amor —la más honda, la más humana— que consiste simplemente en poder mirar hacia dentro y ver allí, temblando, el resplandor entero de la vida.
G.G.

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