Exilio
Qué sensación tan extraña la de volver a casa tras años de exilio. Sí, exilio. Puedes llamarlo voluntario, pero sabes que, una vez te sientes oprimido, no tienes más remedio que huir, dejarlo todo atrás sin saber qué te vas a encontrar ni cuándo podrás volver a ver a tu familia.
Podría parecer el inicio de una novela, pero no lo es. Es una realidad tremenda y cruda. Deberías detenerte a revisar tus propios niveles de crueldad. Has dejado de ponerte en la piel de los demás, de intentar comprender sus sentimientos, sus pensamientos, sus miedos y sus deseos.
Mencionas deseos en el sentido deleuziano, deseos maquínicos, necesidades que se generan inconscientemente por el devenir de los acontecimientos, y no hablas solo de los exiliados, por ponerles un nombre, sino también de ti mismo, exiliado sin darte cuenta, expulsado de tu propio yo, entrelazado en el rizoma manipulador del sistema.
Tratas de revolverte dentro de ti, de reorganizarte. No de renacer de las cenizas que la vida va quemando poco a poco, esas capas inertes e innecesarias que te cubren como abrigos viejos, sino de comprender por qué las dejas arder, consciente o inconscientemente.
Te revuelves cada día, y cada día un poco más. Empiezas a notar el cansancio inevitable que supone pelear contra ti mismo.
Aun así, sabes que es necesario. Buscas fuerzas donde ya casi no quedan, pero sigues buscando. Cribas tus recuerdos y tus experiencias como quien busca pepitas de oro en el cauce de un río demasiado trillado, con la esperanza, esa sí, la que tu madre siempre te dijo que no debías perder nunca, de no olvidar jamás cómo ponerte, aunque sea por un instante, en la piel de los demás. Y piensas, y tratas de hacerlo...
El regreso es una forma de espejismo. Todo parece igual, pero nada lo es. Caminas por las calles que conservan sus nombres, miras las fachadas que siguen quietas, escuchas las voces que te resultan familiares, pero debajo de todo percibes una desincronía sutil, como si tu recuerdo caminara medio segundo por detrás de ti.
Has vuelto, sí, pero no eres el mismo que se fue. Y te produce vértigo.
A veces piensas que el exilio no fue tanto una distancia física como un desplazamiento del alma. Que la huida, más que un acto político, fue una tentativa desesperada de conservar cierta coherencia interior. Porque cuando empiezas a ser observado, el yo se convierte en un campo de batalla. Huir es una manera de seguir existiendo sin traicionarte del todo.
Hoy caminas por tu ciudad y te descubres como un invitado. La gente te reconoce, pero su mirada tarda un instante en situarte; quizá porque tu forma de mirar ha cambiado, o porque llevas en los ojos el polvo de demasiados lugares donde quizá llegaste a sentir que no eras nadie, aun no siendo cierto, porque en el fondo, siempre fuiste tú, transmutado, en proceso de reorganización de tu ser.
Te preguntas si la pertenencia no será una ilusión más, una costumbre que se rompe en cuanto aprendes a vivir fuera de ella.
Tratas de no hacer balance, aunque la mente se empeñe en medir pérdidas y ganancias. Prefieres observar los pequeños detalles y pensar que quizá todo esto resistió en tu ausencia por indiferencia.
Sigues siendo un pasajero, que nada te pertenece del todo, ni siquiera lo que crees haber recuperado.
G.G.

Comentarios
Publicar un comentario
No te cortes. Opina.