Orogenia humana
El humano no aprendió a caminar,
fue la tierra quien le enseñó a sostenerse.
El barro se alzó con él,
le prestó su fuerza de raíz paciente,
y el cielo, abierto como un fruto,
le regaló el deseo de mirar más lejos.
le regaló el deseo de mirar más lejos.
No fue el hombre quien inventó el fuego,
la chispa estaba ya en el aire,
esperando una mano temblorosa
que quisiera llamarla hogar.
Y aún hoy, al mirarnos arder,
el fuego nos pregunta
si somos dignos de su ternura.
La evolución ha sido el rumor del agua que se extiende,
no ha sido conquista,
un árbol que se abre paso entre las piedras,
su única voluntad de crecer hacia la luz.
Amar al hombre es reconocer su torpeza,
y también la luminiscencia secreta.
La frágil intención, el débil deseo,
de acariciar lo que no entiende,
de guardar silencio ante lo que le (ex)cede.
Porque amar es también orogenia:
el choque de dos placas invisibles
que al encontrarse levantan cordilleras,
la presión callada de lo profundo
que da forma al relieve de la ternura,
la paciencia del sedimento
acumulando memoria en capas,
la erosión que, sin herir,
pulimenta la aspereza de la piedra.
¿Hemos avanzado
para aprender a ser más hondos,
más blandos,
más atentos a la voz que nos precede,
esa voz de lo no presente a simple vista
pero que nos sigue nombrando?
No, acto fallido.
El hombre insiste en llamarse dueño,
como si la tierra no pudiera retirarle un día su suelo,
como si el agua no supiera olvidar su cauce,
como si el fuego no ardiera también contra sus manos.
Quizá no hemos avanzado,
quizá sólo hemos aprendido a no escuchar
y a confundir deseo con dominio,
olvidando la ternura.
G.G.

Efectivamente no hemos avanzado ni hemos aprendido a no escuchar porque eso nos viene de fábrica
ResponderEliminarHabrá que esforzarse
Eliminar