Soñar jugando
Me he despertado crítico, envuelto en pensamientos filosóficos, y lo
primero que he hecho ha sido apuntar mi dedo hacia mí mismo. El cansancio
físico me pesa en los músculos, me duele el cuerpo como si cargara no sólo con
los años, sino con los intentos fallidos de entenderme. Me digo que me estoy
haciendo viejo, que el desgaste es natural, pero en realidad sospecho que hay
algo más, que la vejez no empieza en la piel ni en los huesos, sino en ese
momento imperceptible en que dejamos de permitirnos soñar.
Ayer fui al teatro. No importa la
sala ni la compañía, ni siquiera la trama. Lo único que me importó fue la
manera en que aquellos personajes se hacían viejos delante de mí. Viejos por
dentro. Viejos porque dejaron que sus ilusiones se evaporaran como agua en un
vaso caliente. Sólo uno de ellos lo admitía. Los otros dos vivían disfrazados
de resistencia, de dignidad o de normalidad, como si en el fondo no fueran
conscientes de que la derrota más dura es la que uno mismo se concede. Hasta
que por fin revientan y dejan brotar sus miedos como lo hace la lava de un volcán
en erupción, arrastrando todo, pasado, presente y dejando pocas opciones al
futuro, porque se nos llena la boca diciendo que lo que importa es el presente,
cuando en realidad, no dejamos de pensar en un futuro que nosotros mismos boicoteamos
continuamente.
Pensé entonces que los seres
humanos tenemos una habilidad casi innata para encontrar culpables. Culpamos al
destino, a los otros, a las circunstancias, y finalmente a la vejez, como si
ella fuera la ladrona última que nos despoja de lo que somos. Pero no, la vejez
no viene de fuera, la vejez somos nosotros, la dejamos entrar cada vez que nos
rendimos a la cobardía, cada vez que elegimos la rigidez del pensamiento antes
que el riesgo de equivocarnos. Somos el engranaje que se oxida, la rueda que
chirría, el diente roto que arruina la maquinaria. No necesitamos que nadie nos
destruya, lo hacemos solos, con nuestra pereza, con nuestra insistencia en
desearlo todo sin aceptar que es precisamente ese deseo insaciable lo que nos
carcome.
La cobardía, sí. Esa es la
enfermedad más silenciosa. La cobardía de no decir lo que pensamos, de no vivir
lo que sentimos, de quedarnos en la penumbra cómoda de lo conocido. Nos creemos
fuertes por resistir, cuando en realidad somos débiles porque no sabemos
entregarnos. La rigidez de nuestras ideas, esas “barreras” que abrazamos como si
fueran muletas, nos convierte en estatuas, en cuerpos inmóviles incapaces de
fluir. Y así, poco a poco, nos vamos endureciendo como el barro que nunca
volvió a mojarse y se convierte en lava endurecida, inerte, sin dar cabida a
una nueva oportunidad.
En cambio, los niños. Ellos no
temen contradecirse, no conocen la vergüenza de ser frágiles. Dicen lo que
sienten sin medirlo, lloran porque sí, ríen porque sí, cambian de opinión como
cambia el viento y en esa volubilidad hay más verdad que en todos nuestros
discursos. Son capaces de dejarse llevar sin pensar en el mañana, porque no se
sienten obligados a sostener ninguna coherencia. ¿Cuándo dejamos de ser así?
¿En qué instante nos pusimos el traje de adultos?
Ese traje, ese disfraz con el que
nos cubrimos creyendo que no teníamos elección. Nadie nos lo cosió a la fuerza;
fuimos nosotros quienes lo aceptamos sin rechistar, convencidos de que era
obligatorio crecer, obedecer, fingir que entendíamos lo que en realidad nunca
entendimos. Nos pusimos la corbata del deber, los zapatos del miedo, la
chaqueta de las renuncias, y salimos a la calle a representar un papel. Y
cuanto más representábamos, más olvidábamos quién había debajo.
Ayer lloré en el teatro, y no lloré
por la ficción que se desplegaba ante mis, sino por la biografía invisible que
intuía detrás de cada gesto, de cada palabra. Lloré porque reconocí en ellos mi
propia renuncia, mi propio miedo. Lloré por todo el tiempo que me robé a mí
mismo en nombre de una madurez mal entendida. Lloré porque me prohibí ser
sensible, como si la sensibilidad fuera un delito o una debilidad vergonzosa. También
lloré porque comprendí que aún queda algo intacto. Que debajo de la armadura,
debajo del disfraz, debajo de esta piel cansada, todavía late un niño. Ese niño
que todavía se asombra, que todavía quiere correr, que todavía no sabe
resignarse del todo. Entendí que me prohibí ser el niño que quiero ser, quien
realmente soy.
Hoy, sábado 30 de agosto, me he
despertado con hambre de mis propios besos, con una risa en el cuerpo que pide
salir, con un presente que me invita a vivir la vida como si fuera juego. Esparzo
por el suelo del salón mis miedos, mis vergüenzas, mis luchas innecesarias, los
deseos que atan mis manos como grilletes, y me arrodillo, y los muevo sin
sentido, y me dispongo a ello, a jugar.
Y pienso que, quizá, vivir consista
en aprender a recuperar lo que dejamos atrás sin entender por qué lo soltamos.
Calderón escribió que la vida es sueño, y tal vez lo sea, pero yo quiero añadir
que el presente es el único sueño que merece ser soñado. Hoy dejaré todos esos “juguetes”
esparcidos en el suelo del salón, hoy no tengo madre que me diga que debo
recogerlos, que debo madurar, hoy los voy a dejar en medio, porque son míos,
forman parte de mí, y “esconderlos” en el cajón, no hará que los olvide, simplemente
los quitará de la vista de los demás.
Importamos nosotros. Únicamente nosotros. Importo yo, únicamente yo. Importas tú, únicamente tú, y por supuesto, importa, y mucho, lo que decidamos hacer con esa fragilidad que nos habita.
La vida pasa muy rápido como para dejar
de soñar jugando el momento presente. El hoy.
G.G.

Que genial este pensamiento, esta aptitud y esta decisión.
ResponderEliminarAl niño que llevamos dentro hay que sacarlo de vez en cuando al presente y jugar y disfrutar de él y con él. Hay que saber sobre todo que está ahí. No hay que encerrarlo en el cajón. Hay que tenerlo a mano siempre para cogerlo y sentirlo con ganas y con mucha ilusión.
VIVIR SIN MIEDOS.
Gracias bello.
ResponderEliminarNo hay nada mejor que despertar del letargo que acompaña la madurez forzada y la necesidad autoimpuesta de ser lo que no se es, y querer lo que no se tiene.
En realidad, no se trata de vivir sin miedo, sino de jugar con el.
Que bonito🥰
ResponderEliminarSalir de la falsa comicidad y romper algunos miedos. Que verdad más grande.
ResponderEliminarPrecioso texto el tuyo, G.G.