La flecha que dejó entrar la luz

San Sebastián Mártir es considerado por muchos como el santo de los LGBT+. / Imagen: Historia Arte
 

Tuve la rara oportunidad de sentir la felicidad en el cuerpo de otro. No en su gesto. No en una risa. En el aire tibio que salía de su boca, cargado de palabras que parecían haber dormido durante años en una habitación cerrada. Venían de un cuerpo melancólico, habituado a vivir con las ventanas entornadas, como si un viento demasiado claro pudiera borrar el color de las paredes.

Fue un instante. Una grieta invisible. La luz entrando por la llaga del pecho como el primer rayo de sol en una casa abandonada. No un milagro. No un triunfo. Solo el sonido preciso de una flecha soltándose y rodando hasta perderse bajo la cama.

San Sebastián travestido. No el mártir dorado de los retablos. Un cuerpo común, agujereado, que había aprendido a hacer de sus heridas pequeñas claraboyas por donde entraba el aire fresco. Y esa tarde, con esa calma de quien sirve café a la visita, ofreció a los suyos un instante distinto. Un vaso de agua. Una risa breve que se quedó flotando en la sala como una mariposa parda.

La felicidad vive ahí. En el hombro que no se aparta. En la palabra que no enjuicia. En la mirada que entiende sin preguntar.

A veces se fabrica. No llega sola. Nace cuando uno decide dejar en el camino las piedras que no son defensa, sino lastre. No es un deber. No es penitencia. Es aceptar que lo que no fue puede ser, y que el momento no es promesa, sino un animal que hay que tomar por el lomo antes de que escape.

No lo vi. Lo sentí. En ese instante su felicidad se extendió como un aroma nuevo por la habitación, y me dejó cambiado. Sereno. Feliz también. Migas de instante que, reunidas, parecían un banquete completo.

G.G.

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