Despertar al atardecer



Nada vale más que la serenidad que se instala, cuando uno se sabe libre, dueño de su voz y de sus pasos y acepta que a la vida, ni se la arrebata, ni se la empuja, hay que dejarle su tiempo, su espacio...

Dejo que se acomode en mis manos hasta hacerla mía, sin prisa, sin atajos.

Descubro la felicidad como un estado discreto en el que soy capaz de dejar de huir de mi mismo y, la nostalgia como la consecuencia inevitable pero luminosa, de haber sabido vivir, dejando que la vida se me quedara pegada en la piel.


Estado discreto 

La serenidad es,
como esa inquilina sin contrato, 
que se instala,
redibujando la casa que creí mía. 

Soy dueño de la voz, 
y la vez, 
dueño de unos pasos que dudan siempre
si avanzan por la acera correcta o la contraria,
pero nunca de hacerlo hacia el frente.

No trato de arrebatarla a la vida,
tampoco la empujo:
los trenes se retrasan
incluso cuando parten a tiempo.
Sólo queda ofrecerle un banco vacío, 
un hueco en la mano
y esperar que se siente,
que fume su propio humo,
que me elija sin prisa,
o nunca, 
o después,
apenas un estado en sordina.
Un estado discreto,
donde dejo de huir,
o me escondo mejor.

Las hojas pegadas a los zapatos de un parque demolido,
se convierten en nostalgia que aún resplandece,
contra toda lógica,
al caer la tarde.

G.G.


Comentarios

  1. ¿Hace falta que pase el tiempo lento o rápido para tener serenidad? ...

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    1. Hace falta saber dejarlo pasar. A su aire, a su ritmo, pero sin mirar hacia otro lado, viviendo intensamente

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