Orlando en la línea
Estaba dormido. Me desperté sin motivo, sin alarma ni presencia que lo causara. Simplemente el cuerpo insistió, una urgencia sencilla, necesaria. Fui al baño. Volví sin sueño. La cabeza, en otro lugar. El cuerpo, sin tregua. Como si algo profundo se hubiera soltado, una línea casi invisible bajo la corteza que sostiene todo, una capa que se desplazó sin anunciarse. Debajo, debajo de la tierra, algo seguía moviéndose sin pausa.
La mente estaba en otra parte, en cuentas, en planes, en voces que se apilan y no cesan, pero el cuerpo seguía un curso distinto, sin mapa ni destino, una pulsión muda que reclamaba un punto de partida aunque no supiera dónde ni cómo. Ese tirón sin nombre que no pide, que no exige, pero que se hace imposible ignorar.
El aire entraba caliente, pesado, sin alivio, un calor que se pega a la piel y a la cabeza, obligándome a salir a la terraza para buscar un respiro que no llega, para enfrentar un vacío que se llena de ruido sin palabras.
Pensé en ríos que cambian de cauce sin que nadie lo decida, en montañas inmóviles que pesan con la fuerza de lo inexplicable, en flores que se abren sin expectación, solo porque deben, en estrellas que titilan desde la noche y en la luna que se mantiene ahí, distante, inmutable, observando sin juzgar. En ese andar por las calles y los bordes, con la resistencia tatuada en la piel, sin alardes, solo con la fuerza de quien no puede ni quiere dejar de ser.
Sabía que no había vuelta atrás, que algo tenía que cambiar, y ese cambio no se debatía ni se resistía; no cabía duda ni titubeo. Era un impulso frío, una línea que crece y reclama su espacio, una dirección única que se impone sin ruido, sin drama, sin necesidad de más palabras.
No había más que dejarse ir con eso, avanzar en silencio, con los sentidos alertas, sin promesas ni expectativas, pero con la claridad de quien sabe que ese es el comienzo, el punto de partida inevitable.
Precisamente en ese silencio que se hace sonido, en la mente, da vueltas, se despliega, se recoge, como las ramas del árbol al viento, como el agua que se detiene un instante antes de caer, y siento que todo, todo se pliega, se expande, se repliega, sin tiempo ni lugar, sin principio ni fin.
Queda estar, avanzar, moverse con el ritmo propio, sin pausa, sin urgencia, sin miedo.
Después de palabras que se extienden y mutan como las vidas de Orlando, la noche vuelve a ser un lugar para habitar, un refugio donde el tiempo se disuelve, y regreso, finalmente, al borde del sueño, a ese vasto espacio en blanco que no es cierre sino comienzo.
Esta vez, sí, es un sueño para soñar.
G.G.

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