Como buen Sagitario, me contradiga.
Dije que no iba a leer el horóscopo. Que no me iba a sugestionar. Que el destino no me lo escribe una columna genérica disponible en la redes sociales. Pues nada. Aquí estoy. Leyéndolo. Releyéndolo. Analizándolo como si fuera un mensaje cifrado del universo, como si fuera un espía infiltrado.
Pero, sinceramente, o el que escribe el horóscopo es médium, o me están espiando a mi. ¡Por los dioses, he sido descubierto!
Quizá, simplemente las cosas son como son. Y como soy lo que soy, y no lo que creo que soy cuando me pongo profundo a las dos de la mañana, voy a hacerle caso. Por esta vez. Por esta semana. O por lo menos hasta que vuelva a contradecirme (cosa que probablemente ocurra mañana).
Porque resulta que mi intuición me dice lo mismo que dice ese horóscopo de instagram. Y mi intuición rara vez falla. ¿Sabéis cuándo falla? Cuando decido ignorarla. Porque soy un cabezota profesional, con título, máster y prácticas en la vida real. Uno de esos que cree que puede ir contra lo que es.
"Spoiler alert": No se puede. No se puede ir contra lo que es.
Es como intentar discutirle a la gravedad o romper una pared a cabezazos esperando que la pared pida perdón. Y claro, la pared ni se inmuta, y tú acabas con chichón emocional.
Uno puede maquillar, disfrazar, camuflar, negar o hacerse el loco. Puede incluso convencer a los demás. Pero contra lo que es, no se puede ir. Porque lo que es, simplemente es. Y además te espera, con los brazos cruzados, como diciendo:
“¿Ya acabaste de hacer el ridículo, o quieres otro ratito?”
Puedes cambiar lo que parece. Lo que aparenta. Puedes incluso cambiar de peinado, de ciudad, de pareja o de discurso. Pero lo que es, sigue ahí. Como un GPS interior con tono de madre que recalcula la ruta con desprecio pasivo-agresivo, (creo que sobran las explicaciones).
Sí, el horóscopo de hoy me ha soltado lo que no quería oír pero necesitaba, que todo pasa por pararme a pensar y escucharme. O sea, que me deje de hostias. Que me deje de hostias.
Que yo sé perfectamente por dónde tengo que ir. Que decida lo que quiera, sí, claro. Libertad ante todo. Pero que me escuche. Que me escuche de verdad.
Tengo que saber si quiero ir contra el mundo… o contra mí. Si quiero meterme en una batalla que no me corresponde o retirarme como un caballero.
Esas decisiones son mías.
No sé si quiero un duelo a muerte o llevar una pistola sin bala (opto por la segunda, en el fondo, soy un cagado). No sé si quiero guerra o tregua (guerra, guerra,... hasta que le vea las orejas al lobo, luego, si la tregua es imposible.... pies... ¿para que os quiero?, jajaja).
Y lo más fuerte es esto, que parece que aquí el único que no tiene ni puta idea de lo que quiere soy yo. Porque todos los demás, según ellos, lo tienen clarísimo. Todos saben lo que hay que hacer. Todos tienen consejos. Opiniones. Reglas. “No hagas esto.” “No hagas lo otro.” “No te das cuenta que…”
¡Qué facilidad tiene la gente para resolverte la vida! ¡Qué maravilla de sabiduría ajena! Y, sobre todo, ¡qué capacidad para ver clarísimo lo que tú no ves... mientras pisan los mismos charcos que tú!
Sí, mis charcos me manchan de barro. No lo puedo negar. Pero los suyos… los suyos los sumergen en mierda hasta el cuello. Eso sí, en silencio, con la mayor discreción del mundo. Con estilo. Con esa elegancia hipócrita de quien se ahoga sonriendo para no salpicar al resto, no siendo que las gotas que les puedan llegar, huelan lo suficiente para levantar sospechas.
Eso si, ellos vuelven, se pasan una esponja, y aparecen perfumados y con consejos bajo el brazo, a decirte que tú no deberías mancharte, como si su olor su hubiese esfumado.
Ja. Ja. ... Ja.
Pues eso... que mi consejo para vosotros, me lo guardo para mí, no siendo que la verdad, os duela.
G.G.

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