"Tacto", ¿errónea transformación de significado?
Hoy me toca reflexionar sobre la palabra tacto.
Ha surgido a lo largo del día, como surgen las palabras
que se clavan sin que uno se dé cuenta, en una conversación, en un reproche, en
un gesto leve pero no exento de rastro. Y me ha perseguido desde entonces.
Porque a veces basta una sola palabra para abrir un mundo entero de
significados, contradicciones y formas de estar en el mundo.
Tacto. Una palabra aparentemente simple, casi inofensiva,
cargada de una larga historia sensorial y social. Empezó siendo piel, roce,
percepción inmediata del otro a través del cuerpo. Un saber sin pensamiento,
directo, animal. Pero con el tiempo, como ocurre con tantas otras palabras, fue
adoptando capas, transformándose, volviéndose moral. Del cuerpo pasó al
lenguaje, del contacto físico al contacto simbólico. Se volvió sinónimo de
delicadeza, de contención, de saber decir, de no ofender, de no incomodar.
Y ahí empezó mi duda. ¿Qué entendemos, realmente, cuando hablamos de tener tacto? ¿Lo hemos reducido a un modo de hablar sin herir? ¿A un protocolo para suavizar la verdad, para envolver la sinceridad en papel de regalo? ¿O es algo más profundo, más humano, más contradictorio?
Hoy necesitaba detenerme en eso. A pesar de estar inmerso largas horas al día
en mi trabajo y el ensayo de la asignatura del Máster que debo presentar mañana
(El problema de lo social, ese es el nombre de la asignatura para quien
se haga preguntas sobre por qué tanta reflexión en mi vida diaria. Analizamos
con pensamiento crítico, el por qué la humanidad no ha sido capaz a día de hoy
de cambiar definitivamente las cosas, de impedir las diferencias que producen
exclusiones, minorías, perseguidos, olvidados…)
Como os decía, necesitaba detenerme. Desmenuzar el
concepto. Interrogar no solo el significado de la palabra, sino el uso que le
damos. Porque las palabras son herramientas, sí, pero también espejos. Nos
muestran lo que valoramos, lo que tememos, lo que estamos dispuestos a tolerar
y lo que preferimos callar.
Y quizás, solo quizás, la forma en que usamos la palabra
tacto dice más de nosotros de lo que estamos dispuestos a admitir.
La palabra tacto proviene del latín tactus,
"toque", "contacto". En su origen, fue una cuestión de piel
como ya he comentado al principio de esta reflexión. La capacidad de sentir a
través del cuerpo, de percibir el mundo por el roce. Durante siglos, tacto fue
solamente eso, una cualidad sensorial, casi fisiológica, una forma de conocer
mediante el contacto directo. Pero como todo lo humano, el lenguaje también se
corrompe, se estira, se retuerce. Y entonces, en algún punto entre la cortesía
renacentista y las sutilezas burguesas del siglo XIX, tener tacto dejó de ser
una cuestión del cuerpo para convertirse en un disfraz del discurso.
Aunque a menudo se señala el Renacimiento como el momento
en que el tacto comenzó a cobrar un sentido moral y social, sus raíces son
mucho más antiguas y complejas. En la antigua Grecia, Aristóteles ya
reflexionaba sobre la prudencia como virtud para actuar con equilibrio y
respeto hacia los demás, y en la Roma del siglo I a.C., Cicerón definió el decorum
como el arte de comportarse con la dignidad y moderación que exige la
convivencia social. Para estas civilizaciones clásicas, saber medir las
palabras y las acciones era fundamental para mantener la armonía en las
relaciones humanas.
Fue a partir de estos fundamentos que, durante los siglos
XV y XVI, en las cortes renacentistas de Italia, Francia y España, se
popularizó la idea de la contención y la delicadeza en el trato, plasmada en
manuales de cortesía que idealizaban el hablar sin ofender. Más tarde, en el
siglo XIX, la burguesía consolidó este ideal social, convirtiendo el tacto en
un deber para mantener la armonía superficial de la vida social, como señala
Pierre Bourdieu en La distinción (1979), donde describe cómo el tacto
pasó a ser una herramienta para medir palabras, suavizar verdades y ocultar lo
incómodo, transformándose así en un disfraz del discurso más que en un contacto
sincero.
Y desde entonces arrastramos esa contradicción. Decimos que hay que tener tacto como si fuera una virtud cuando a veces no es más que una forma elegante de disfrazar lo que pensamos.
Hoy, por tanto, me planteo si el tacto no es sensibilidad, sino cálculo. Si en
realidad no se trata de cuidar al otro, sino de no incomodarlo. De elegir
palabras que no revelen la crudeza de la verdad, que no descosan el velo de la
armonía ficticia que todos decidimos sostener. Tener tacto es, aparentemente,
“ocultar” con elegancia. Insisto, son reflexiones personales, que como otras,
me gusta lanzar al aire, sin más.
Sin embargo, es cierto, que hay humanos que consideramos
como falta de tacto otra visión que, de igual manera, daña y que, desde mi
punto de vista, son los actos. Porque lo que escuece, al parecer, no es el
gesto, sino que alguien se atreva a mirarlo de frente y ponerle nombre sin
fingir que no pasa nada. No es el abandono, sino que alguien lo nombre sin
rodeos. No es la herida, sino la voz que la señala. Esa voz malvada que solo piensa
en herir (de nuevo un pensamiento mío).
Me resulta paradójico. Incluso insultante. Vivimos en una
sociedad que ha confundido la franqueza con la violencia y el silencio con la
virtud. Que castiga al que dice lo que piensa si no lo hace envuelto en
celofán, listo para regalo. Y mientras tanto, se aplaude al que sigue adelante
sin mirar mucho al otro, siempre que lo haga con una sonrisa lo bastante
convincente como para que parezca que no pasa nada (pido disculpas, si mi ironía
es malinterpretada, no es mi intención, simplemente, soy así).
Yo elijo ser directo, lo que se reconoce habitualmente
como no tener tacto. Pobre de mí. No lo hago así ni por compasión ni por
protocolo. Elijo decir las cosas como son, no por falta de empatía, sino por
respeto. Porque no hay mayor consideración que tratar al otro como un igual
capaz de soportar lo real. Porque esconder lo que uno piensa bajo el pretexto
del tacto no es más que una forma de paternalismo emocional. Eso, en el fondo,
es otra forma de decidir por el otro lo que puede o no puede escuchar.
¿Y entonces? ¿Quién tiene realmente tacto? ¿El que cuida
las formas para no mancharse las manos o el que, con las manos desnudas, ofrece
“su” verdad, aunque escueza?
Hemos vaciado las palabras de sentido, las hemos usado tanto que ahora solo
quedan las formas huecas (os sonará esto, ya hice mención de la forma en que
decimos, gracias). Tacto ya no significa contacto. Significa omisión, comodidad…
(y haciendo el uso habitual del tacto mayoritariamente aceptado, prefiero eliminar,
de su significado, la palabra manipulación, porque no quiero actuar con prepotencia, ni con una autoridad que no me corresponde, pero cuando uno decide por si mismo y no junto al otro, pensando en el otro... ¿Cómo lo llamo?).
Para que todos me entendáis, significa no decir lo que
debe decirse si puede incomodar a alguien. Pero por supuesto, mientras tanto, se
permite herir desde el gesto, la omisión, la acción velada, con tal de no
romper la calma superficial.
La hipocresía se ha vuelto sinónimo de educación. La
franqueza, de barbarie. Y así, sin darnos cuenta, lo humano se ha hecho
deshumano. Porque lo humano, según mi verdad, sería atreverse a decir sin herir
y actuar sin dañar. Pero para eso no basta el tacto de los dedos ni el de la
lengua; lo que realmente hace falta es conciencia, pensamiento crítico,
auto-crítico, y en eso estoy.
Y aprovechando el ensayo que preparo para el máster, a
modo de reflexión final, me pregunto si la alteridad no es solo la aceptación
pasiva de una diferencia, sino la apertura activa hacia ella, el reconocimiento
del otro como ser autónomo, irreductible, con voz y presencia propias, ¿no
deberíamos también dejarnos afectar por esa existencia? ¿No es ese, acaso, el
verdadero contacto? Porque solo cuando permitimos que el otro nos modifique,
nos incomode, nos revele, estamos ejerciendo el tacto en su sentido más
profundo.
No como omisión, ni como disfraz, ni como miedo. Sino
como acto de encuentro.
(Pensaré en ello detenidamente).
G.G.
(1)
Elias, Norbert. El proceso de la civilización. 1939.
(2)
Bourdieu, Pierre. La distinción: Criterio y bases sociales del gusto. 1979.

Bravo. Me ha gustado mucho P.A.
ResponderEliminarEeeeeeee... gracias Silken!
ResponderEliminar