La luz que aguarda en la sombra.
Empezar de nuevo en otro país es un verbo que no sabe conjugarse sin arrastrar una herida. Porque no se empieza, se sobrevive. Se sobrevive a los trámites interminables, a los papeles que se desvanecen en el aire antes de llegar, a las colas que devoran, a la sensación de que cada paso hacia adelante es una batalla que ni siquiera se sabe si se podrá ganar. Se sobrevive al peso invisible de la espera, ese miedo persistente de que no se hace lo suficiente, de que falta el permiso, el papel, la validación de que se existe allí.
La tristeza que se esconde detrás de la distancia no es solo nostalgia, sino una punzada constante, un vacío que cala cuando se piensa en los que se quedaron atrás. En cómo llaman, a veces sin palabras, pidiendo ayuda, mientras quien acompaña, con su alma fracturada, apenas puede con lo propio. ¿Cómo se consuela el dolor de los que se quieren cuando la herida ajena también atraviesa? ¿Cómo explicar que se está presente, pero no del todo vivo?
Ver a quien se quiere luchar contra ese monstruo invisible que se llama injusticia, verlo rendirse y aceptar trabajos que no reflejan su valor, su historia, su esfuerzo, es un golpe tras otro. Se sabe lo que lleva dentro, lo que ha sido capaz de hacer, lo que merece. Pero aquí, ahora, le hacen sentir invisible, como si su ser fuera solo una sombra que no encaja en el lugar que el sistema ha dispuesto para él.
El mundo, con sus puertas abiertas a lo inalcanzable, parece un laberinto de promesas vacías. Para algunos, esas puertas no son más que trampas disfrazadas, puertas que se cierran antes de ser cruzadas. El mérito, la preparación, la bondad, parecen desvanecerse ante la mirada fija que prioriza el origen antes que la persona. ¿Cómo se cura esa herida? ¿Cómo se sana la tristeza de ver que no hay espacio para lo que debería ser?
Se dan vueltas y más vueltas en la cabeza, buscando una respuesta que nunca llega, preguntándose si hay algo que pueda hacerse, algo que cambie el curso de las cosas. Pero hay días en los que ni siquiera queda energía para la pregunta. Solo permanece el sufrimiento, callado, constante, devastador en su indiferencia.
Y en ese abismo de impotencia, lo único que queda es enfrentarse a la realidad, por mucho que se desee, no se puede cambiar el destino. No hay entre las manos un contrato que asegure estabilidad, ni papeles que deshagan el nudo en la garganta, ni respuestas a esas preguntas que nunca se hacen. Solo permanece la presencia, el afecto, la escucha, y aunque esto, en apariencia, sea poco, es todo lo que puede ofrecerse.
No es una guerra propia, pero siempre ha habido quienes se ofrecen a pelear batallas ajenas. Por principios. Por reconocer en el sistema una injusticia que debe ser eliminada. Por mostrar al mundo que no se puede permanecer de brazos cruzados mientras los poderes determinan cómo jugar con la vida de los seres humanos.
Porque, aunque no se pueda borrar la injusticia que consume la vida de alguien querido, al menos se puede estar ahí, al lado, luchando contra la invisibilidad que se le ha impuesto. Se puede, al menos, resistir juntos, porque resistir, aunque parezca poco, es lo único que puede traer algo de luz en un sistema que se empeña en oscurecerlo todo.
G.G.

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