Evelyn. Si, Evelyn. @evelyncorv




De repente, todo lo aprendido se repliega como una hoja al final del día, y queda solo el cuerpo, y queda solo el temblor. Han sido dos largos años en los que he buscado respuestas con una constancia que duele. Me matriculé en un máster en filosofía contemporánea como quien necesita entender el mundo para poder entenderse a sí mismo. No era la erudición lo que perseguía, sino una forma de contención; una estructura donde la razón pudiera abrazar el caos. Pensé que, tal vez, en alguna teoría ajena encontraría la costura exacta donde unir lo que soy con lo que siento.

Compré El Monte de Lydia Cabrera hace más de un año. Empecé a leerlo sin entender casi nada, como si me enfrentara a un lenguaje antiguo escrito en el fondo de mi sangre, pero en clave desconocida. Fue una amiga la que me enseñó a consultarlo como diccionario en mano, a usarlo como quien consulta un oráculo. Y entonces entendí que no estaba leyendo un libro, sino escuchando una melodía ancestral que, desde lo hondo, intentaba darme pistas sobre mí.

No creo en un dios con forma cerrada, ni en mandamientos únicos. Creo en las deidades que nos moldean desde adentro, como arquetipos que habitan la forma en que sentimos, deseamos y vivimos. Me descubrí, sin buscarlo, hija del agua. Yemayá, la madre del mundo, diosa del océano, de las mareas interiores, del instinto protector, del amor que arrastra incluso cuando sabe que no debe quedarse. Y también de Obatalá, el dueño de las cabezas, la templanza, la sabiduría blanca que llega cuando ya hemos amado hasta desbordarnos.

Mi carta astral dice que tengo a Escorpio en el ascendente, a Cáncer en medio cielo, a Venus en Libra, y al Sol en Sagitario. Me define el deseo de entender, la necesidad de amar con justicia, la herida que nunca se cierra del todo, la profundidad del sentir que no se rinde. No dejo de amar, nunca. Pero sé irme cuando entiendo que ese no es mi lugar. Solo que irse no es soltar. Irse es abrir una herida que no cierra, una pena que no se transfigura, una certeza; sigo amando. Incluso cuando ya no puedo quedarme.

He buscado también en la filosofía esa traducción. Me acerqué al pensamiento como quien se acerca a un refugio, pero no para escapar, sino para ordenar lo que desborda. Simone de Beauvoir me ofreció una clave. La libertad no es aislamiento, sino vínculo. El otro nos construye tanto como nos amenaza. Y hay una fuerza radical, ética y afectiva, en elegir amar sin desaparecer en el amor. Aun así, ¿cómo se negocia con un corazón que no sabe hacer pactos? ¿Cómo se negocia con la ternura que brota como una savia inagotable?

Yo no sé amar con mesura. No sé acariciar sin creer que en ese roce hay algo sagrado. No sé mirar sin desear que el otro se sienta realmente visto, tocado en su verdad más honda. Y no puedo fingir indiferencia cuando por dentro hay un océano llamando. No es fragilidad, es mi forma de ser.

Hay una parte de mí que no aprende a obedecer, una que se entrega antes de que la mente haya terminado de deliberar. No calcula ni anticipa, no dibuja fronteras ni sabe medir el afecto con mesura. No es debilidad, es la forma en que habito el mundo; con la piel vuelta hacia afuera, con los gestos al borde del desborde, con un amor que no conoce de estrategias.

Crecí escuchando más de lo que me escucharon. Aprendí a leer los silencios como quien decodifica un idioma oculto. A interpretar gestos, a anticipar necesidades, a callar los gritos porque nadie parecía dispuesto a traducirlos. Mi infancia emocional no fue un drama visible, sino un silencio espeso, una espera crónica. Me hice cuidadora por reflejo. Me hice fuerte por amor. Me hice invisible por miedo. Y aún hoy, sigo cuidando por inercia. Como si amar fuera un deber aprendido demasiado pronto. Como si dar me justificara. Como si renunciar a mí fuera la manera más fiel de permanecer.

He intentado todas las fórmulas. He buscado el punto exacto entre cuerpo y mente, entre impulso y cautela. He leído a quienes sangraron en tinta, buscando en sus palabras la llave que abra lo que yo no alcanzo a descifrar. Pero el cuerpo no responde al análisis. El cuerpo es impulso. Es hambre de abrigo. Y el mío, por más que lo discipline, sigue pidiendo sin estrategia, sin defensa.

No quiero renunciar a esta sensibilidad, aunque a veces me venza. No quiero esconderla bajo capas de lógica ni anularla para vivir sin sobresaltos. Lo que para otros es exceso, para mí es la esencia misma de mi ser. Hay quien aprende a replegarse; yo solo aprendo a sentir. Hay quien domina el impulso; yo me descubro en él. Hay quien mide, y yo peso lo que me falta cuando no puedo dar.

No espero respuestas ni redención. Solo la calma que nace de permitirme ser, con todas las grietas y luces que me habitan. Esta forma de estar en el mundo, tan honda, tan abierta, tan sola, es legítima. Sentir así, querer así, esperar una caricia como quien espera un idioma en el que por fin poder decir: estoy aquí.

Y aquí estoy, entre el sol de Sagitario que me empuja hacia lo inexplorado y la luna de Tauro que me pide anclaje, entre Júpiter que abre caminos y Obatalá que me llama a la pureza y justicia. Aquí, en la anatomía de mi sentir, descubro que ser uno mismo es, antes que nada, un acto de valentía infinita.

 

G.G.


(No puedo por menos que agradecer y mencionar a Evelyn Corvea en esta entrada de mi blog, si no en el texto, el título debe ser ella).

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