No es un adiós, es un hasta siempre

 



Hay decisiones que no llegan con estruendo, sino con el susurro firme de la claridad. A veces no hay un motivo único ni una escena final. Solo el cuerpo, la mente, el alma toda, aunque no sepamos bien dónde se aloja, empiezan a entender que algo ya no es refugio, que no abriga, que se ha convertido en un lugar donde el silencio pesa más que la presencia.

Poner un punto final no siempre es un acto de ruptura. A menudo es una forma de cuidado. Un gesto amable hacia uno mismo, una manera de proteger la paz que hemos aprendido a construir. No se trata de renunciar por miedo, ni de cerrar por orgullo, sino de reconocer que hay vínculos, caminos o historias que, por más que nos duelan, ya no tienen un lugar justo en el presente. 

Aceptar esto no significa dejar de querer, sino aprender a quererse más. Entender que el cariño no se mide por cuánto se insiste, sino por cuánto se respeta. Y que alejarse puede ser, en ocasiones, la manera más honesta de permanecer fiel a uno mismo.

Cerrar también es amar. Es elegir el equilibrio. Es quedarse en paz, aunque no sea donde habíamos soñado.


No es un adiós, es un hasta siempre

Hubo un claro donde el bosque se olvidó de ser bosque,
y el viento no sabía si empujar o quedarse.
Esperé,
la lluvia, o el nombre,
o el roce que no viene,
con las manos boca abajo,
por si acaso.

No me dijiste “ven”,
pero tampoco “no”.
Y en ese casi me hice raíz,
en tierra con miedo al arraigo,
hoja, temblor sin rama,
otoño que se quedó quieto,
mirando.

La dulzura no pesa,
cuando no se entrega por encargo.
Me llevé
el silencio que suena,
el que despeja,
el que vacía para que algo respire.

A veces el cuerpo sabe,
pero no avisa.
Camina primero,
luego entiende.
Y en la puerta no deja nota,
ni rastro.

Fue un paso sin dirección,
una ausencia bien elegida,
un girar los ojos,
no la cara.
Una piel que se repliega sin perder memoria.

No me fui.
Me cambié de forma,
agua sin vaso,
abrazo que se guarda,
voz que se dice hacia adentro,
y se entiende.

G.G.

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