Luz propia

 



Hoy debía ser un día de estudio. Filosofía, apuntes, rutinas que se cumplen sin pensar demasiado. Me levanté a las diez, no fue exactamente un madrugón, pero sí el inicio de una jornada que parecía destinada a la quietud. Sin embargo, una invitación cambió el rumbo: una comida, una amiga, su pareja, un amigo más. Decidí salir. Me vestí, me arreglé. A veces basta con decir que sí para que el día se vuelva otro.

Entre los comensales estaba Jorge Enrique González Pacheco, poeta. Un nombre que no conocía, pero que ahora se me ha quedado grabado. Porque Jorge no solo escribe poesía, la lleva puesta. Su voz, su forma de estar, su manera de hablar de la vida, de su tía Marta… todo en él tiene ese algo que deja marca.

Marta Castillo Torrens. Una mujer que fue DIVA sobre los escenarios, bailarina deslumbrante en el Tropicana, viajera incansable, figura radiante. Hoy, olvidada en una casa en Móstoles, solo ella recuerda que aún lo es. Solo ella se aferra a ese destello que el mundo parece haber enterrado. Ella, y algunos más por supuesto. Nunca estamos solos. Siempre, los justos y necesarios.

Jorge Enrique (“Habitante invisible”, Poesía (2019). Libro que acabo de comprar en Amazon, dónde lo tenéis disponible – momento cuña publicitaria-, y aprovechando la cuña, me viene a la cabeza, que como siempre digo, las casualidades, no existen, todo es una círculo abierto, todo es causalidad), Jorge Enrique quiere, repito, porque me pierdo entre corchetes, Jorge Enrique quiere hacer un documental sobre ella (no lo digo yo, lo dice la prensa)

https://www.elmundo.es/la-lectura/2024/03/13/65e73a1621efa0720a8b45cf.html).

Y es justo. Es justo y necesario. Pero duele que tenga que venir alguien a rescatar su historia para que los demás la vean. Como si el olvido fuera lo normal, y el recuerdo un acto extraordinario.

He leído el artículo que Jorge me pasó sobre MARTA CASTILLO TORRENS. No me disgusta del todo, pero no puedo dejar de pensar en ese titular. Lo que continúa, no es una crítica, al menos, no buscando el enfrentamiento y para nada, con notas de imposición de lo contrario, únicamente reivindicando lo diferente. Ese modo de enmarcar su historia con nombres ajenos: “La exiliada que triunfó en Tropicana, fue novia de Tito Puente y hoy vive en Móstoles.” Como si fuera necesario vincularla con hombres célebres para justificar su relevancia. Como si su talento no fuera suficiente. Como si su luz necesitara reflejarse en otra para ser vista. Y no. No lo acepto. Porque cada uno tiene su luz. Y Marta, Marta tenía —tiene— la suya. No fue diva por con quién bailó, ni por a quién amó. Fue diva porque supo habitar su cuerpo con verdad, porque su danza era pura expresión, porque su presencia llenaba el mundo, no la he visto bailar, pero he leído que nunca tomó clases de baile, porque su naturalidad, estaba por encima de cualquier técnica.

Y pienso… en cuántas Martas hemos olvidado. En cuántos seres brillantes dejamos atrás porque ya no nos incumbe su historia. En cómo solo prestamos atención cuando algo nos toca de cerca. En lo mucho que nos cuesta mirar sin egoísmo.

Después de comer, escribí a Jorge. Le agradecí. Le dije que había sido un placer conocerle. Que me quedaba con su energía, con lo que su voz, sus palabras y su forma de estar habían dejado dentro de mí. Porque hay personas que no se olvidan. Personas que nos devuelven a lo esencial. Yo la verdad, no olvido nunca nada. A veces, sólo a veces, hago parecer que sí. A veces, sólo a veces, tengo que mentirme un poco a mi mismo y perderme en los recuerdos bonitos para olvidar otros no tanto. A veces, sólo a veces, vivo en el mundo real.

Ojalá no tuviéramos que rescatar la memoria de quienes fueron grandes. Ojalá aprender a sostenerla sin que nadie nos lo recuerde. Porque, a fin de cuentas, todos necesitamos ser vistos. Todos merecemos ser recordados. No por a quién amamos. No por con quién estuvimos. Sino por lo que fuimos. Por lo que aún somos, incluso cuando el mundo ya no mira.

A veces, cuando menos lo espero, alguien me devuelve la esperanza. Me la entrega sin saberlo, sin pretenderlo. En un gesto, en una palabra, en la honestidad de su presencia. Hoy fue Jorge. Antes fue Ariana. Antes, tantos otros que pasaron como ráfagas de verdad por mi vida. Algunos se quedaron. Otros también me la arrebataron. Porque eso también pasa: que lo que un día te enciende, al siguiente puede apagarte.

He vivido suficientes idas y vueltas como para saber que no todo contacto es reparación. Que no todo encuentro cura. Pero hay personas que no necesitan hacer nada más que ser para recordarte que la bondad existe. Que la sensibilidad es real. Que no estás sola en tu manera de sentir el mundo, incluso cuando creías que sí.

Y me pregunto, con la ternura encogida en el pecho, cuántas veces he perdido la fe. Cuántas veces he prometido no volver a confiar. Cuántas veces he querido cerrarme, sin lograrlo del todo. Porque hay algo en mí —tal vez la infancia, tal vez la poesía, tal vez la memoria de quienes sí me vieron— que se niega a rendirse.

Tal vez, después de todo, la esperanza no se extingue, solo se esconde. Se repliega. Se vuelve tenue. Hasta que otra presencia la sopla como brasa dormida y la convierte en llama. Por eso sigo saliendo, aunque no lo planee. Por eso sigo escuchando, aunque a veces duela. Porque en medio del ruido, todavía hay voces que vibran en mí misma frecuencia. Y eso basta. Al menos, es más que suficiente por hoy. Es lo único que necesito para seguir. Un día más.

Brindo por ti, Marta. Por la divinidad que fuiste, que eres y que serás, al menos en mi mente. Poco sé de ti. O quizá no tan poco. Jorge Enrique te lleva muy dentro de su corazón. Y hoy, porque tenía que ser, pude sentirlo latir.

G.G.


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