La alegria de ser
Días en los que el aire huele a pan recién horneado, y caminar por la calle es casi un baile, porque todo—el viento, las hojas, la gente que pasa— parece moverse con la música de algo invisible.
Ser, a veces, es esto: reír sin darnos cuenta, sentir la piel erizarse al escuchar una voz querida, dejarse tocar por el sol como si nos conociera de siempre. Es mirar a alguien a los ojos y saber que ahí, justo ahí, hay un refugio donde el mundo se aquieta.
Pero la alegría no es un himno constante, no es un destello que arde sin tregua. Hay días en los que cuesta encontrarla, donde todo parece hueco, donde el tiempo pesa más de la cuenta. Y, aun así, sin que lo pidamos, regresa.
A veces en la espuma del café que se enrosca sobre sí misma, en la carcajada inesperada en mitad del cansancio, en la brisa que entra por la ventana y nos toca la cara como una madre distraída.
La alegría es un fulgor que nos habita cuando olvidamos el peso de los días y nos dejamos llevar por la ligereza de ser. Cuando dejamos de medir, de calcular, cuando simplemente estamos, abiertos a lo que llega sin aviso.
Es una criatura salvaje, se esconde, juega, nos deja a solas y luego vuelve a saltarnos encima, desordenándonos el alma con su risa urgente. Y nosotros, sorprendidos, la recibimos como si no la hubiéramos conocido nunca, como si cada vez que llega fuera la primera.
Y en esos momentos,
el corazón se ensancha,
la respiración se aligera,
y todo, por un instante,
es perfecto.
G.G.

Maravilloso. Adoro tu prosa
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